miércoles, 19 de agosto de 2009

Adrenalina

Corren. Rápido. El viento les mueve el pelo, corren y de vez en cuando miran para atrás. El viento frío congela las manos, los pies, la cara, la nariz, se les secan los ojos, se les vuelven a mojar, se les llenan de lágrimas que se deslizan por la cara. Las manos heladas recorren las mejillas secándolas. Casi no sienten los dedos. Las hojas de los árboles les pegan por todo el cuerpo, los ruidos de la ciudad los ensordecen.

Corren desesperados. La gente los mira y se hace a un lado cuando los ve llegar, a veces alguna persona no se mueve del camino, la chocan, se caen. Los cuerpos se mezclan en un golpe seco, parecieran unirse y convertirse una sola masa de carne que rebota entre sí se secciona y las partes caen desplomadas al suelo. Se paran frenéticamente y vuelve a empezar la carrera.


Corren como agua por el río en una creciente. La tierra de las veredas que se les pega en la ropa, les irrita los ojos, se mete entre sus dientes. La mastican, la saborean. Cruzan las calles sin mirar, esquivando autos, camiones, colectivos. Saltan, se escurren, chocan, empujan.

Corren. Sus cuerpos parecen desarmarse, sus piernas se estiran más de lo que se supone que pueden, sus brazos se mueven al costado de su cuerpo, pareciera que van a salirse, son tentáculos que los ayudan a no caer, escudos que empujan cualquier cosa o ser que se interpone. Sus cuerpos parecen de plástico caliente, se deforman y vuelven a acomodarse.

Corren como el viento, en contra, como sea, corren alterados, desesperados nada los detiene, corren.

Escapan.



http://www.youtube.com/watch?v=bRQEsLwQrJc

domingo, 16 de agosto de 2009

Extravío

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El pálido color de las paredes de la habitación entristecía aún más la situación. Una luz ámbar entraba por las hendijas de la puerta e iluminaba débilmente los muebles. Tirada en la cama con los brazos atrás de su cabeza sentía como las sensaciones cambiaban lentamente al compás de la música que llenaba la sala como olas que besan el arena de las playas. Una voz susurraba frases en un idioma extraño dentro de la radio.
Su cuerpo totalmente rendido y entregado a los efectos de la droga se desparramaba desordenadamente sobre el colchón. Los ojos abiertos como dos ventanas miraban fijamente el techo pero no veían nada.
Situaciones e imágenes se desarrollaban ante ella como una película, a veces estiraba lentamente la mano tratando de tocar alguna flor o acariciando el gato que se paseaba por la escena. Un parpadeo. Otra historia y el brazo caía desplomado al lado de su cuerpo.
De a poco y siempre siguiendo la música se dio vuelta hasta que su cara se hundió en las sabanas, la refregó entre ellas y sintió su suavidad, su perfume, extrañó a la persona que había dejado su aroma allí y volvió a olvidarse.
Cerraba lentamente los ojos y volvía a abrirlos, algo como cansancio y tristeza le recorría el cuerpo.
Afuera la noche era oscura y una luz de la calle dejaba un destello en la ventana. Observando detenidamente semejante fenómeno – un rayo de luz depositado en un vidrio, quieto, inmóvil, inalterable - , exploraba sus labios con la punta de los dedos. Era una caricia violenta, una forma de reconocerse. De la boca a las mejillas y de ellas a los ojos, los cerraba y con el dedo índice los rodeaba y dibujaba formas en ellos.
Otra vez la mano cansada volvía al costado del cuerpo.
La soledad de aquella habitación era casi material. Una pocilga en el medio de una posada barata de pueblo. En la calle ni ruido ni gente. El clima se prestaba para viajar, de mano de las inyecciones, por su mente. De a poco se iba yendo, divagando y vagando por sus recuerdos.
La piel se le volvía más sensible a cada instante, podía sentir cada centímetro de su cuerpo. Le ardían la nariz y los ojos. Empezaba a sentir cosquillas en las plantas de los pies. La música estaba más lejana y las imágenes eran menos.
Un golpe en la puerta de entrada de la posada. Voces, pasos, la escalera crujía. Rápidas pisadas como corridas hasta su puerta. Silencio.
Un golpe en la puerta de la habitación y el picaporte se torció. Se sentó en la cama, apoyó la espalda en la pared y metió la jeringa adentro del cajón de la mesa de luz. Entraron dos nenes de caras muy blancas y pelo muy negro, la miraron. Miraron hacia atrás.
Una mujer alta, cubría casi toda la puerta. La miró con desprecio y dijo algunas pocas palabras en un lenguaje que aún resultaba incompresible. Se dio vuelta y cerró la puerta.
Pasos, la escalera crujiendo y otra vez la puerta de la posada.
En la habitación habían prendido un velador y los nenes jugaban con las cosas que había en una caja sucia y media rota, mientras ella veía como el pálido color de las paredes era tan similar a esos rostros.