martes, 27 de septiembre de 2011

Confesiones de Primavera

Como fiel hija de los noventas mi descubrimiento de la política llegó tarde. Nacida en la segunda mitad de los ochenta y a pesar de tener padres con pensamientos políticos muy claros, me pasé la mayoría de mi vida (lo que va de ella) pensando que la política no servía para nada y que no me interesaba.
Mis primeros encuentros con la realidad política del país tienen que ver directamente con hechos rotundos de la historia argentina algunos que me encontraron viviéndola y otros que encontraron a mis padres viviéndola.
Cuando era bastante chica, digamos 11 o 12 años, tenía una especie de obsesión con intentar entender que había sucedido en la oscura década del '70; por supuesto conocía la historia, mis padres habían trabajado en enseñarnos, a mí y a mis hermanos, más o menos como eran las cosas durante sus años de estudiantes y la escuela algo se ocupaba de eso pero minimamente por esos años. Así es como sin que nadie me lo pidiera pasé varias tardes encerrada en la biblioteca (gigantesca, de hecho) de mi escuela buscando y leyendo diferentes libros quizás poco aptos para alguien de 12 años. Con el tiempo, la adolescencia y alguna que otra distracción este interés quedo relegado mientras otros más superficiales ocupaban los primeros puestos.
En el año 2001, a pocos meses de haber cumplido los 15 años, por unas cuantas semanas sentí como si todo lo que había leído estuviera a punto de suceder nuevamente. Estado de sitio, saqueos, descontrol, helicópteros que se llevaban al presidente, desconcierto, 5 presidentes uno detrás de otro y siempre la misma pregunta: "Vos crees que pueden volver los militares?". Miedo, me daba terrible miedo que las cosas que había leído volvieran a suceder.
Por supuesto, seguía habiendo cosas que corrían de foco los intereses y con 15 años, me alcanzaba con escuchar a mis viejos que me decían que no iba a volver a pasar.
Pasaron los años, y siempre seguí con mi postura de que la política no me interesaba. Mi papá insistía con que era necesario que me interesara y que algún día iba a encontrarme hablando del tema.
En el año 2005 ingresé a la universidad a estudiar música, otra vez era más importante poder hacer mi carrera a tiempo y la política pasaba por el costado. Concurría a las elecciones como se debe pero siempre guiándome por cosas que quizás no son las correctas; obviamente no tenía una opinión formada y la mayoría de mis amigos se encontraban en la misma situación que yo (cosa rara en el mundo de los universitarios).
Pero llegó un día el año 2008 y con él la famosa y muy conocida "Crisis del Campo". Este fue el hito histórico que hizo que abriera los ojos a la realidad política del momento. Recuerdo claramente imágenes de los noticieros contando lo atroces que serían las retenciones para los pobres trabajadores del campo y lo injusto y autoritario que era el gobierno, sacándole a los peones del campo para engordar sus bolsillos. Mientras mis viejos me explicaban que no era así, en lo absoluto, sino todo lo contrario. Me encontré buscando información sobre qué carajo eran las retenciones y cuál era el plan de gobierno y por qué y cómo. No tardé mucho en darme cuenta que los que defendían intereses propios eran los dueños de los campos que explotaban a sus empleados y los medios de comunicación opositores al gobierno le vendían a la gente una versión total y completamente guionada de la situación. Me acuerdo de mi hermano, un tipo callado, pensativo y serio, muy inteligente que me hizo una demostración casi propia de un economista para explicarme por qué estaba bien la medida. Así fue como poco a poco empecé a abrir los ojos ante una realidad que me estaba incluyendo, y empecé a leer los diarios (y a criticarlos cuando decían cosas que no eran), empecé a mirar, en serio,  noticieros, a escuchar las propuestas del gobierno y las de los opositores y empecé a definir mis opiniones, intentando siempre no equivocarme, porque qué vergonzozo es decir una pavada ante personas que saben.
El año pasado, el día del censo, mi inclinación política era total y completamente clara. Ya sabía a quién votaría en 2011. Ese día me desperté como a las 10 de la mañana. Mi papá me llamo por teléfono con las voz oscura y opaca para decirme que se había muerto Nestor Kirchner, a los pocos minutos mi novio me mandó un mensaje diciendo lo mismo. No les creía, una sensación de escalofrío y amargura me recorrió el cuerpo y los ojos se me llenaron de lágrimas, me senté en la computadora y empecé a buscar informaciones en diferentes diarios para ver que había pasado. (Hace varios años que no vivo con mis padres, eso hizo que eligiera tener internet y no televisión). No podía ser, así, de un día para el otro. Y mi mente se llenaba de preguntas; desde qué iba a pasar con nosotros (no porque la Presidenta no pudiera seguir en esto, pero yo estaba convencida que volvería Nestor, era mi candidato del 2011), cómo estaría Cristina, los hijos. No podía creer las cosas horribles, insensibles, irrespetuosas, malvadas y completamente dichas con placer que la gente dejaba ahí congeladas a la vista de cualquiera en internet, en las redes sociales. Era horrible, yo sentía como si se me hubiera muerto un tío. Nunca lo vi cerca, nunca hablé con el tipo, pero tenía eso, te encariñabas. Este fue otro de los momentos especiales para mí. Me acuerdo que ese día en Villa María, como casi siempre, había un viento tremendo, el cielo se veía celeste amarronado por la tierra que lo tapaba, son esos días que parece que estuviera nublado pero no es más que tierra. Yo iba caminando las 15 cuadras que había desde mi departamento de esa época hasta lo de mis viejos, a cocinarle a mi papá porque mi mamá, docente, estaba haciendo el censo. Cada vez que me acordaba se me subía a los ojos esa cosa de la amargura y la tristeza. Llegue a mi casa (la de mis padres es mi casa también) y resultó que no era la única. Mi papá, mi novio, algunas personas conocidas, otras que uno ve por ahí pero no tiene idea de lo que piensan, gente totalmente desconocida llorando en los noticieros. Obviamente, siempre siguieron (y siguen) estando esos mismos que se rieron ese día y festejaron como si le hubieran ganado la final del mundo a Inglaterra. Pero fue un poco eso, ese día entendí que no eramos los 6, 7 (y 8 ja!) que siempre hablábamos en la casa de mis viejos. Eramos más. Lástima que se tuvo que morir Nestor para que se pongan los pantalones.
Y ahora, como para dejar de cansar con esta eterna confesión, me siento avergonzada de ser una mina de 25 años que recién hace un par de años se interesa en la política, pero este es un paso adelante, siempre adelante y esto gracias a los últimos años.
Las primarias fueron como pasarle un trapo a un vidrio sucio con tierra vieja. Las dos mitades del país nos sorprendimos. Los "políticos" oportunistas, los dementes, los desquiciados, los mentirosos, los incompetentes, los que no tienen idea que hacer, todos esos, se quedaron helados. Es un paso adelante del pueblo que se siente vivo, se siente mejor, se siente acompañado. Siempre habrá cosas para mejorar y hacer y elegimos pensarlas, planearlas y concretarlas de la mano del gobierno que pensó, planeó y concretó el renacer de este país.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Canción II

Dónde están,
las personas que no están?


Dónde van,
las personas que se van?


Suspendidas en el tiempo.
Suspendidas en el tiempo.


Estarán
en un viaje sin final?
Estarán
en la brisa temprana?


Suspendidas en el tiempo.
Suspendidas en los recuerdos.

sábado, 17 de septiembre de 2011

Porque la genialidad supera al tiempo...



"Las Palabras" de Julio Cortázar 

Charla pronunciada en el centro cultural La Villa de Madrid en 1981. 

Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y se enferman los hombres o los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad. En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje, o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados. Los que asistimos a reuniones como ésta sabemos que hay palabras-clave, palabras-cumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuales son esas palabras en las que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social, democracia, entre muchas otras. Y ahí están otra vez esta noche, aquí las estamos diciendo porque debemos decirlas, porque ellas aglutinan una inmensa carga positiva sin la cual nuestra vida tal como la entendemos no tendría el menor sentido, ni como individuos ni como pueblos. Aquí están otra vez esas palabras, las estamos diciendo, las estamos escuchando Pero en algunos de nosotros, acaso porque tenemos un contacto más obligado con el idioma que es nuestra herramienta estética de trabajo, se abre paso un sentimiento de inquietud, un temor que sería más fácil callar en el entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe ser callado cuando se lo siente con fuerza y con la angustia con que a mí me ocurre sentirlo. Una vez más, como en tantas reuniones, coloquios, mesas redondas, tribunales y comisiones, surgen entre nosotros palabras cuya necesaria repetición es prueba de su importancia; pero a la vez se diría que esa reiteración las está como limando, desgastando, apagando. Digo: "libertad" digo: "democracia", y de pronto siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, en un clisé sobre el cual todo el mundo está de acuerdo porque ésa es la naturaleza misma del clisé y del estereotipo: anteponer un lugar común a una vivencia, una convención a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo. ¿Con qué derecho digo aquí estas cosas? Con el simple derecho de alguien que ve en el habla el punto más alto que haya escalado el hombre buscando saciar su sed de conocimiento y de comunicación, es decir, de avanzar positivamente en la historia como ente social, y de ahondar como individuo en el contacto con sus semejantes. Sin la palabra no habría historia y tampoco habría amor; seriamos, como el resto de los animales, mera sexualidad. El habla nos une como parejas, como sociedades, como pueblos. Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos. Y es entonces que en las encrucijadas críticas, en los enfrentamientos de la luz contra la tiniebla, de la razón contra la brutalidad, de la democracia contra el fascismo, el habla asume un valor supremo del que no siempre nos damos plena cuenta. Ese valor, que debería ser nuestra fuerza diurna frente a las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor que nos mostraría con una máxima claridad el camino frente a los laberintos y las trampas que nos tiende el enemigo, ese valor del habla lo manejamos a veces como quien pone en marcha su automóvil o sube la escalera de su casa, mecánicamente, casi sin pensar, dándolo por sentado y por valido, descontando que la libertad es la libertad y la justicia es la justicia, así tal cual y sin más, como el cigarrillo que ofrecemos o que nos ofrecen. Hoy, en que tanto en España como en muchos países del mundo se juega una vez más el destino de los pueblos frente al resurgimiento de las pulsiones más negativas de la especie, yo siento que no siempre hacemos el esfuerzo necesario para definirnos inequívocamente en el plano de la comunicación verbal, para sentirnos seguros de las bases profundas de nuestras convicciones y de nuestras conductas sociales y políticas. Y eso puede llevarnos en muchos casos sin conocer a fondo el terreno donde se libra la batalla y donde debemos ganarla. Seguimos dejando que esas palabras que transmiten nuestras consignas, nuestras opciones y nuestras conductas, se desgasten y se fatiguen a fuerza de repetirse dentro de moldes avejentados, de retóricas que inflaman la pasión y la buena voluntad pero que no incitan a la reflexión creadora, al avance en profundidad de la inteligencia, a las tomas de posición que signifiquen un verdadero paso adelante en la búsqueda de nuestro futuro. Todo esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no estuvieran aquellos que, tanto en el plano del idioma como en el de los hechos, intentan todo lo posible para imponernos una concepción de vida, del estado, de la sociedad y del individuo basado en el desprecio elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas, en la conquista de un poder omnímodo por todos los medios a su alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que ellos destinan a la explotación económica y a la alienación individual. Si algo distingue al fascismo y al imperialismo como técnicas de infiltración es precisamente su empleo tendencioso del lenguaje, su manejo de servirse de los mismo conceptos que estamos utilizando aquí esta noche para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de su ideología. Palabras como patria, libertad y civilización saltan como 

conejos en todos sus discursos, en todos sus artículos periodísticos. Pero para ellos la patria es una plaza fuerte destinada por definición a menospreciar y a amenazar a cualquier otra patria que no esté dispuesta a marchar de su lado en el desfile de los pasos de ganso. Para ellos la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas altamente masificadas. Para ellos la civilización es el estancamiento en un conformismo permanente, en una obediencia incondicional. Y es entonces que nuestra excesiva confianza en el valor positivo que para nosotros tienen esos términos puede colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros enemigos han mostrado sus capacidad de insinuar, de introducir paso a paso un vocabulario que se presta como ninguno al engaño, y si por nuestra parte no damos al habla su sentido más auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros valores políticos y sociales y los de aquellos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas parecidas; puede llegar el día en que el uso reiterado de las mismas palabras por unos y por otros no deje ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos tales como individuo, como justicia social, como derechos humanos, según que sean dichos por nosotros o por cualquier demagogo del imperialismo o del fascismo. Hubo un tiempo, sin embargo, en que las cosas no fueron así. Basta mirar hacia atrás en la historia para asistir al nacimiento de esas palabras en su forma más pura, para asentir su temblor matinal en los labios de tantos visionarios, de tantos filósofos, de tantos poetas. Y eso, que era expresión de utopía o de ideal en sus bocas y en sus escritos, habría de llenarse de ardiente vida cuando una primera y fabulosa convulsión popular las volvió realidad en el estallido de la Revolución Francesa. Hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad dejó entonces de ser una abstracción del deseo para entrar de lleno en la dialéctica cotidiana de la historia vivida. Y a pesar de las contrarrevoluciones, de las traiciones profundas que habrían de encarnarse en figuras como la de Napoleón Bonaparte y de las de tantos otros, esas palabras conservaron su sabor más humano, su mensaje más acuciante que despertó a otros pueblos, que acompañó el nacimiento de las democracias y la liberación de tantos países oprimidos a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del nuestro. Esas palabras no estaban ni enfermas ni cansadas, a pesar de que poco a poco los intereses de una burguesía egoísta y despiadada empezaba a recuperarlas para sus propios fines, que eran y son el engaño, el lavado de cerebros ingenuos o ignorantes, el espejismo de las falsas democracias como lo estamos viendo en la mayoría de los países industrializados que continúan decididos a imponer su ley y sus métodos a la totalidad del planeta. Poco a poco esas palabras se viciaron, se enfermaron a fuerza de ser viciadas por las peores demagogias del lenguaje dominante. Y nosotros, que las amamos porque en ellas alienta nuestra verdad, nuestra esperanza y nuestra lucha, seguimos diciéndolas porque las necesitamos, porque son las que deben expresar y transmitir nuestros valores positivos, nuestras normas de vida y nuestras consignas de combate. Las decimos, si, y es necesario y hermoso que así sea; pero ¿hemos sido capaces de mirarlas de frente, de ahondar en su significado, de despojarlas de la adherencias, de falsedad, de distorsión y de superficialidad con que nos han llegado después de un itinerario histórico que muchas veces las ha entregado y las entrega a los peores usos de la propaganda y la mentira? Un ejemplo entre muchos puede mostrar la cínica deformación del lenguaje por parte de los opresores de los pueblos. A lo largo de la segunda guerra mundial, yo escuchaba desde mi país, la Argentina, las transmisiones radiales por ondas cortas de los aliados y de los nazis. Recuerdo, con asco que el tiempo no ha hecho más que multiplicar, que las noticias difundidas por la radio de Hitler comenzaban cada vez con esta frase: Aquí Alemania, defensora de la cultura». Si, ustedes me han oído bien, sobre todo ustedes los mas jóvenes para quienes esa época es ya apenas una página en el manual de historia. Cada noche la voz repetía la misma frase: .Alemania, defensora de la cultura». La repetía mientras millones de judíos eran exterminados en los campos de concentración, la repetía mientras los teóricos hitleristas proclamaban sus teorías sobre la primacía de los arios puros y su desprecio por todo el resto de la humanidad considerada como inferior. La palabra cultura, que concentra en su infinito contenido la definición más alta del ser humano, era presentada como un valor que el hitlerismo pretendía defender con sus divisiones blindadas, quemando libros en inmensas piras, condenando las formas más audaces y hermosas del arte moderno, masificando el pensamiento y la sensibilidad de enormes multitudes. Eso sucedía en los años cuarenta, pero la distorsión del lenguaje es todavía peor en nuestros tilas, cuando la sofisticación de los medios de comunicación la vuelve aún más eficaz y peligrosa puesto que ahora ataca los últimos umbrales de la vida individual, y debido a los canales de la televisión o las ondas radiales puede invadir y fascinar a quienes no siempre son capaces de reconocer sus verdaderas intenciones. Mi propio país, la Argentina, proporciona hoy otro ejemplo de esta colonización de la inteligencia por deformación de las palabras. En momentos en que diversas comisiones internacionales investigaban las denuncias sobre los::miles y miles de desaparecidos en el país, y daban a.. conocer informes aplastantes donde todas las formas de violación de derechos humanas aparecían probadas y documentadas; la junta militar organizó una propaganda basada en el siguiente slogan: «Los argentinos somos derechos y humanos». Así, esos dos términos indisolublemente ligados desde la Revolución Francesa y en nuestros días por la Declaración de las Naciones Unidas, fueron insidiosamente separados, y la noción de derecho pasó a tomar un sentido totalmente disociado de su significación ética, jurídica y política para convertirse en el elogio demagógico de una supuesta manera de ser de los argentinos. Véase como el mecanismo de ese sofisma se vales de las mismas palabras: como somos derechos y humanos, nadie puede pretender que hemos violado los derechos humanos. Y todo el mundo puede irse a la cama en paz. Pero acaso no haya en estos momentos una utilización mas insidiosa del habla que la utilizada por el imperialismo norteamericano para convencer a su propio pueblo y a los de sus aliados europeos de que es necesario sofocar de cualquier manera la lucha revolucionaria en El Salvador. Para empezar se escamotea el termino «revolución«, a fin de negar el sentido esencial de la larga y dura lucha del pueblo salvadoreño por su libertad -otro término que es cuidadosamente eliminado-; todo se reduce así a lo que se califica de enfrentamientos entre grupos de ultraderecha y de ultraizquierda (estos últimos denominados siempre como «marxistas«), en medio de los cuales la junta de gobierno aparece como agente de moderación y de estabilidad que es necesario proteger a toda costa. La consecuencia de este enfoque verbal totalmente falseado tiene por objeto convencer a la población norteamericana de que frente a toda situación política inesperada como inestable en los países vecinos, el deber de los Estados Unidos es defender la democracia dentro y fuera de sus fronteras, con lo cual ya tenemos bien instalada la palabra «democracia en un contexto con el que naturalmente no tiene nada que ver. Y así podíamos seguir pasando revista al doble juego de escamoteos y de tergiversaciones verbales que como se puede comprobar cien veces, golpea a las puertas de nuestro propio discurso político con las armas de la televisión, de la prensa y del cine, para ir generando una confusión mental progresiva, un desgaste de valores, una lenta enfermedad del habla, una fatiga contra la que no siempre luchamos como deberíamos hacerlo. ¿Pero en qué consiste ese deber? Detrás de cada palabra está presente el hombre como historia y como conciencia, y es en la naturaleza del hombre donde se hace necesario ahondar a la hora de asumir, de exponer y de defender nuestra concepción de la democracia y de la justicia social. Ese hombre que pronuncia tales palabras, ¿está bien seguro de que cuando habla de democracia abarca el conjunto de sus semejantes sin la menor restricción de tipo étnico, religioso o idiomático? Ese hombre que habla de libertad, ¿está seguro de que en su vida privada, en el terreno del matrimonio, de la sexualidad, de la paternidad o la maternidad, está dispuesto a vivir sin privilegios atávicos, sin autoridad despótica, sin machismo y sin feminismo entendidos como recíproca sumisión de los sexos? Ese hombre que habla de derechos humanos, ¿está seguro de que sus derechos no benefician cómodamente de una cierta situación social o económica frente a otros hombres que carecen de los medios o la educación necesarios para tener conciencia de ellos y hacerlos valer? Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por sí mismas, sino por el mal uso que les dan nuestros enemigos y que en muchas circunstancias les damos nosotros. Una crítica profunda de nuestra naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser. Sólo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en ellos, sólo así serán nuestros y solamente nuestros. La tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan las ropas y la vajilla, que le devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar, y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia; con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos que el futuro responda a nuestra esperanza y a nuestra acción, porque la historia es el hombre y se hace a su imagen y a su palabra.

martes, 23 de agosto de 2011

Pienso mucho en esas personas que se mueren pero siguen estando, como suspendidas en el tiempo. Como si no hubieran muerto. Esas personas que no se asume realmente su muerte. Como si estuvieran de viaje. Lo más extraño es que siempre que se recuerda a esas personas se las recuerda como vivas, haciendo lo que hacían, viviendo como vivían, viviendo donde vivían, usando sus ropas, con sus ojos iluminados. Me pasa tanto que me olvido que han muerto muchas personas. Por supuesto, siempre hay algo que me recuerda que murieron. Una foto. La hija de esa madre. Un amigo mas cercano que yo. Lo vidrioso de unos ojos que recuerdan a alguna de esas personas, no muertas para mí. Duele cada vez que me acuerdo, es duro. Es como enterarme de nuevo que murieron. Esto no tiene nada que ver con el espíritu, el alma o lo que esa persona dejó en el mundo para los demás. Simplemente, esas personas que fueron especiales, que se fueron sin avisar, que no me dejaron saludarlas, que no pudimos festejar juntos, que no me pasaron esas recetas que me habían prometido, que siempre voy a pensar como vivas, que para mí están de viaje, solamente quiero saber: ¿dónde están?

jueves, 18 de agosto de 2011

Canción I

Tiene que ser una mañana gris
con la llovizna persistente
sobre los hombros cansados de los hombres
sobre los pelos oscuros de los niños.


Los ojos como perlas pierden el brillo.


El sabor del cigarrillo
se mezcla con las lagrimas de los otros.
Mientras los unicornios
me llevan, arriba, a lo azul.


Debe haber una brisa fresca
como de invierno lléndose
que haga bailar las cortinas, lentas
que haga balancear los árboles.


Los ojos como perlas pierden el brillo.


El sabor del cigarrillo
se mezcla con las lágrimas de los otros.
Mientras los unicornios
me llevan, arriba, a lo azul.