domingo, 26 de abril de 2009

El - Ella - Y el tiempo/destino

Estaba él sentado en un café, en la esquina de una ciudad gris y fría. Aspiraba lentamente el aroma que brotaba de la taza materializado en vapor. Miraba sin darse cuenta lo que veía, y esperaba sin saber qué era exactamente lo que esperaba.

Alto y flaco, de cabellos muy oscuros y ojos redondos, casi negros, en los que hacía tiempo no se veía brillo. Se pasaba horas sentado en aquel café esperando…

El problema era saber qué esperaba. No lo sabía exactamente sólo sabia que tenía que esperar, allí, en ese café y en esa mesa.

Ya hacía tiempo que lo sabía; una mañana había despertado algo confundido y se había levantado rápidamente como quien tiene cosas importantes que hacer. Era domingo. Caminó en línea recta cinco cuadras hasta que encontró la imagen que tenía en su cabeza: cruzando la calle, había un modesto bar, con mesitas de madera lustrada, grandes ventanas y en la vereda dos grandes árboles con hojas del tamaño de la palma de su mano, algunas todavía verdes, que no se resignaban al paso de el verano, otras ya marrones caían, bailando, sobre el suelo y formaban un colchón crujiente en la vereda.

Cruzó la calle y entró en el bar, se sentó en una mesa al lado de una las ventanas y pidió un café.

Ya desde pequeña le gustaba bailar en el viento. Andaba todo el día dando vueltas, mientras iba al mercado o mientras paseaba en la plaza. Daba pequeños saltos cada tanto, y su cabello se movía al compás de las hojas de los árboles.

Era pequeña, con una sonrisa que ocupaba casi toda su cara, ojos brillantes, de un color casi verde agua y una mirada tan profunda como el mar. Tenía grandes pestañas oscuras, que delineaban la forma de sus ojos.

Le gustaba estar todo el día fuera de su casa, dando vueltas sin saber bien a donde iba, ni para qué salía. Disfrutaba más del invierno, porque podía ponerse mucha ropa y sentarse al sol hasta que se le ruborizaran las mejillas, y luego emprendía un camino sin destino pisando las hojas que crujían casi acompañando su baile.

Una tarde había salido en una de sus caminatas, encontró en el camino un parque que nunca había visto, y se sentó en el pasto a leer, dejando pasar las horas.

Un día sentado en aquel café, vio por la enorme ventana como el viento movía las hojas de los árboles, como si hubiera una melodía en el. Se quedo casi paralizado escuchando el silbido de la brisa que entraba por debajo de la puerta y sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Ya era casi de noche, y había estado todo el día en café leyendo y escribiendo, escribiendo y releyendo, ya ninguna de sus historias le satisfacía. Tomó sus cosas y emprendió el camino de regreso a su casa. Ya en ella, sentado al lado de la estufa, sacó de su bolso las notas que había llegado a escribir, atiborradas de tachones y notas a los costados comenzó a acomodar todo ello en un papel nuevo.

Ya había leído aquel libro, hacía poco tiempo que se lo habían regalado, pero nunca se cansaba de él. Describía maravillosamente a un hombre joven, con los ojos cansados y la sonrisa escondida. Que buscaba sin encontrar y encontraba sin buscar. Trataba de entenderlo y ponerse en su lugar, algo que le parecía tan imposible como no bailar con el viento. De cierta manera, ella sólo quería contagiarlo, meterse dentro del libro y vivir a su lado su tristeza, su inconformidad, su desdicha; y que él viviera sus felicidades. Tal vez esta era la razón por la que releía tantas veces aquel libro, que no tenía principio ni fin.

Una mañana pensó que ya no tenía sentido salir de la casa, pues el frío congelaba sus huesos y la caminata hasta el café no hacía surgir en él ninguna inspiración. Había quedado varado en el medio de una historia, que no podía terminar, pero que tampoco sabía como empezar. Solo tenía unos cuantos renglones que escondían algo mucho más que unas pocas palabras, que debían desencadenar una historia, pero no. No sabía donde había quedado su capacidad de escribir, de desenvolver lenta y hermosamente el ovillo de ideas que tenía en su cabeza.

Había llegado a la conclusión de que desde el día que había ido al café, algo había cambiado, ya no podía decidir por el sólo, estaba atado a la voluntad de algo mas allá de él, y cuando menos lo esperaba estaba otra vez sentado en el café con la cabeza apoyada en el puño, con el vapor del café recién hecho entrando por su nariz, y en la otra mano el lápiz que giraba entre sus dedos.

No entendía por qué el escritor de aquel libro, se empeñaba en dejar a su protagonista encerrado en un círculo del cual no podía escapar, por qué este debía volver siempre a los mismos lugares, a las mismas situaciones. Esto era algo que le daba vueltas todo el día por la cabeza, pensaba que el libro no era una historia mas, que algo había detrás de toda esa maraña de hechos que se repetían casi de la misma manera, como un embudo sin fin. Se pasaba las tardes buscando la respuesta a esto sin poder entender el real secreto, y a la vez sin poder dejar de leer aquel libro.

Un tarde de julio, el viento helado del invierno le atravesaba la ropa y hacía correr por su cuerpo algo, como unas cosquillas que la hacían temblar, el sol se había escondido ya hacía varios días y ella sentía que algo le faltaba; sin pensarlo, se acomodó bien la bufanda y siguió su camino hasta que encontró un lugar perfecto para tomar algo caliente. Entró en un bar y pidió un café.

Ya cansado de que nada le saliera y de que aquellos pocos párrafos que había logrado escribir continuaran estáticos, casi sin definir nada, más que a una mujer de ojos brillantes y sonrisa iluminada, que se divertía con leer siempre el mismo libro y con bailar con el viento, dejó sus notas sobre la mesa, a modo de regalo para quien quisiera tomarlas, tomó su saco de paño, sus guantes y se fue del bar.

Eligió la mesa que más cerca de la ventana había; sobre ésta, se encontró a ella misma, dibujada con lápiz en forma de letras, descripta tal cual era. No podía entender como eso había llegado allí, como alguien había escrito eso; tal vez era alguien que la conocía, o tal vez no.

Dejó en olvido aquel libro y desde ese día fue siempre al café y se sentó al lado de la ventana a esperar a la persona que la había escrito…

Ya nunca volvió al café, no recordaba donde era. Como si de repente aquello que lo hacía dirigirse hacia ese lugar hubiera desaparecido…

1 comentario:

  1. Yo pienso que si vuelve un domingo de estos, la va a encontrar, en la misma mesa, con el mismo libro, con la misma sonrisa. A lo mejor hasta el viento tenga ganas de bailar.

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